Placer En La Isla

Una excursión de pesca la introduce al más maravilloso sexo de su vida…

La falta de experiencia me había hecho cometer el error de estar demasiado vestida para ese fin de semana en la isla de un compañero de trabajo de Julián, que no es mi marido sino mi “novio” como le dicen ahora a los concubinos cama afuera, ya que hace casi diez años estoy divorciada.

Eso de compartirlo todo pero para cubrir las apariencias ante la familia y mis hijos dormir en casas separadas, hacía que mis noches no fueran buenas y a mis treinta y ocho años vivía en un estado de permanente excitación que hacía bullir mi sangre con tales sofocones y sudadas que por momentos creí sería una menopausia anticipada, pero una masturbación profunda me hizo comprender que era calentura nomás.

Con el afán de aprovechar lo posible el fin de semana pescando, Julián me pidió que lo esperara a las siete de la mañana y aunque era verano, la niebla y un vientito acentuaban el fresco, por lo que me puse unas panty debajo de los vaqueros que complementé con una polera liviana de lana; confortada por ese calorcito, emprendimos el viaje hasta el Tigre que nos llevó más de una hora y allí tuvimos que esperar el inicio de los viajes de las lanchas colectivas hasta la isla donde íbamos.

Entre una cosa y otra, se habían hecho las nueve y cuando arribamos al lugar, el calor ya apretaba y yo sudaba a mares con tanto abrigo y tras las presentaciones de rigor con Rafael y Marina, su mujer, pasamos a la casa. Después de sentarnos a tomar un refresco, los hombres prepararon sus cosas y subiéndose a un bote se perdieron por el río; bufando de impaciencia, esperé en la veranda que se perdieran de vista y una súbita confianza con esa desconocida, hizo que entrara a la casa y, sentándome en una silla me quité a tirones los jeans, las pantis y la polera e inclinándome sobre el bolso, saqué una toalla junto con una solera holgada y fresca.

Tras quitarme el corpiño empapado de transpiración, tomando la toalla, fui secándome las piernas, la entrepierna que sentía encharcada por el sudor para terminar enjugando los pechos y la cara. Tomando la solera me la coloqué por sobre la cabeza y me derrumbé satisfecha en la silla para encontrarme con la mirada divertida de Marina que, sin sutilezas ni rodeos pero con aviesas inflexiones en su susurro sensual, me dijo admirada lo buena que estaba a mi edad y que sería un regalo del cielo para cualquiera; un algo en su mirada, no sé si lúbrico o pícaro, me hizo entender de sus segundas intenciones y francamente la enfrenté para preguntarle sin tapujos si aquello era lo que yo pensaba.

Desplegando una espléndida sonrisa, me dijo que no imaginaba lo largos que podrían llegar a hacérsenos a las mujeres esos dos días a solas pero había muchas formas de entretenernos disfrutándolo; viendo como sostenía curiosa su mirada que dejaba traslucir los más oscuros pensamientos que pueda elaborar una mujer, mientras se levantaba del asiento me palmeó cariñosamente una rodilla y dijo que fuera a acomodar las cosas en mi habitación que enseguida estaría conmigo.

Lo que Marina tomaba como un asentimiento tácito, era un atónito asombro desconcertado y maravillado a la vez porque una mujer fuera tan directa en expresar ese homosexualismo que provocaba en mí una confusión de sentimientos y deseos, ya que en los últimos tiempos la fantasía recurrente de mantener ese tipo de sexo cruzaba mi mente con mayor frecuencia, a veces admirando inconscientemente la figura de alguna joven o ante la opulencia de unas buenas tetas; sin responder absolutamente nada pero sintiendo que ya el calor que comenzaba a rebullir en mis entrañas no era climático, tomé el bolso para dirigirme al cuarto.

Con mis pensamientos hechos un barullo, confundida por el avance de la mujer y temerosa de mis propias reacciones aunque a los treinta y ocho años ya no era una muchacha, estaba acomodando la ropa en el cajón superior de una cómoda cuando presentí su presencia detrás de mí; una exquisita fragancia a jazmines gratificó mi olfato antes que el roce leve de sus manos en mis caderas y al incorporarme, el toque casi imperceptible de una lengua hizo contacto con la nuca.

Un estremecimiento que nació en la zona lumbar recorriendo la columna vertebral como si un contacto eléctrico se hubiera producido me paralizó y al acompañar los labios la delicada caricia, no pude evitar expresar una mezcla de quejido mimoso con un gruñido ansioso que pareció alentarla; ya que sin detener el juego de lengua y labios, corrió los breteles de la solera de los hombros para que cayera al suelo hecha un bollo.

La lengua tremolaba suavemente casi como evitándome y los labios enjugaban sutiles los restos de saliva haciéndome arquear el cuerpo por la excitación y en esa inervación que tensaba todos mis músculos, sentí el filo de sus uñas deslizarse desde los dorsales para arribar a las caderas y desde allí, en tanto lengua y labios multiplicaban su accionar a lo largo de la columna relevando una por una la saliente de cada vértebra, explorar la piel de las nalgas para que tan exquisitos como irritantes cosquilleos me hicieran lanzar un involuntario suspiro de ansiedad.

Convencida de mi aquiescencia, la imaginé acuclillándose por la forma en que la boca arribaba al sacro y desde allí, la lengua tremolante se dirigió sin dudarlo a recorrer la trusa por sobre la hendidura mientras las manos se deslizaban hacia delante desde las caderas para encontrar el nacimiento de las ingles, haciendo que los dedos mayores se hundieran en ellas explorándolas hasta que el elástico de la bombacha les impidió internarse más y entonces, asiéndome por los muslos, me hizo dar vuelta en redondo para que ahora la boca se ocupara de restañar la mezcla de sudor y jugos que empapaba la entrepierna; yo no terminaba de entender no sólo la actitud de Marina sino la mía, que, estática pero no paralizada, esperaba anhelante la continuidad de ese juego que me apasionaba y colocaba en el fondo de la vagina ese calorcito tan especial que reconocía como mi excitación máxima.

El sabor del sudor mezclado con los aromas naturales del sexo pareció entusiasmarla, porque los labios se sumaron a la lengua para ejercer pequeñas succiones enjugando la trusa al tiempo que las manos buscaban mis nalgas para sobarlas con ternura y así, sosteniéndome contra ella, hizo descender a la boca para chupar con amorosa insistencia la tela y ya cerca de la vagina, trajo un dedo pulgar a acompañar las succiones hundiéndolo en la concha junto con la bombacha; la tensión ponía un suave jadeo en mis labios y cuando ella comenzó una tarea verdaderamente masticatoria sobre la vulva sorbiendo angurrienta sus humedades mientras la tela raspaba deliciosamente la piel, cobré soltura para llevar una mano a presionar su cabeza mientras mis labios susurraban un largo sí que parecía un aullido lastimero.

El leve movimiento ondulatorio de la pelvis que acompañaba a mi asentimiento deben hacerla motivado porque súbitamente se paró y asiendo mi cara entre las dos manos, puso la lengua tremolante empapada de mis sabores a rebuscar sobre los labios que entreabría el jadeo y su punta afilada rebuscó debajo de ellos sobre las encías en una caricia inédita para mí; al sentir el calor de su cuerpo cobré por primera vez conciencia de que estaba tan desnuda como yo he instintivamente, alcé las manos para tomarme de sus antebrazos con lo que mi cuerpo hizo el movimiento mínimo necesario como para rozar al suyo.

Murmurando cosas ininteligibles, sus labios apresaron los míos y en tanto la lengua entablaba una batalla incruenta con la mía que se apresuró a buscarla, nos sumimos en una vorágine de pasión que nos hizo perder noción de tiempo y espacio pero nos llevó a restregar nuestros cuerpos angurrientos y las entrepiernas buscaron expertas los muslos de la otra para ejercer un restregar masturbatorio sobre ellos; yo no había tenido experiencias lésbicas pero a mi edad no existía cosa que ignorara de cómo y en qué forma hacerlo, por eso, cuando el peso de su cuerpo me dijo que buscara la cama, sin desasirme del abrazo, retrocedí dos cortos pasos hasta que el borde del colchón tocó mis pantorrillas y doblando despaciosamente las rodillas para no perder el contacto con ella, fui asentado las nalgas sobre el lecho para luego ir dejándome caer de espaldas.

Sin despegarnos en el beso y con las manos aun engarfiadas en la cabeza de la otra por entre el cabello y susurrándonos mutuamente sórdidas promesas, acentuamos el restregar de nuestros cuerpos y atendiendo a un silencioso deseo mío, Marina se despegó para ir rotando el cuerpo y mientras nos besábamos invertidas, sus manos se deslizaron hasta mis tetas temblorosas para comenzar a sobarlas con una ternura que no esperaba; nuevamente el cariño le ganaba terreno a la pasión y, aunque mis manos también buscaron sus tetas colgantes, las lenguas se entrecruzaban con irritante lentitud intercambiando salivas en medio del ardiente aliento que surgía entre los labios separados.

Esa especie de castigo que nos auto imponíamos pareció servir para incrementar nuestra excitación, ya que, una vez verificada la sólida contundencia de los pechos, los dedos no los acariciaron más sino que se engarfiaron para sobarlos cada vez con mayor fuerza y junto a la unión de los labios en profundos besos, el estrujamiento se hizo casi violento; finalmente e interrumpiendo nuestros gruñidos y resollar ruidoso, Marina abandonó mi boca para bajar por el cuello con la lengua serpenteando y recorriendo mi pecho sacudido por el jadear, comenzó a trepar por una teta.

Cientos de veces me las habían chupado, pero jamás los labios tiernos de una mujer y en tanto sentía la lengua dejar un hilo de baba que los labios enjugaban con menudos besos, la insoslayable contundencia de sus pechos en suave oscilar me tentaron pero ya era tal mi excitación que los aferré entre mis dedos al tiempo que la boca se dirigía hacia la atrayente superficie de la aureola que, dilatada, de un rosáceo amarronado, aparecía cubierta por gran cantidad de quistes sebáceos pero lo que particularmente me atrajo, fue el pezón, largo y grueso, con sus paredes surcadas por infinidad de diminutas arruguitas hasta culminar en un punta chata en la que campeaba la hendidura del agujero mamario.

Jamás había contemplado un seno y mucho menos desde esa distancia de centímetros apenas, por lo que el todo despertaba mi lasciva curiosidad y azotándolo con la lengua tremolante, comprobé su elasticidad y eso provocó que los labios lo ciñeran en apremiante mamar en tanto los dedos de la otra mano hacían similar trabajo en el otro en pequeños pellizcos que me excitaron aún más y sintiendo como ella realizaba semejante cosa en los míos, me empeñé en incrementarlo, chupando y raspándolo con los dientes y los pellizcos se convirtieron en retorcimientos hasta que, ya en el paroxismo de la pasión, hinqué los dientes en incruento mordisco y las uñas se clavaron inmisericordes sobre el otro.

El silencio sólo era roto por nuestros gruñidos y resuellos y cuando ella dejó las tetas para bajar urgida por el vientre al encuentro de la entrepierna, no dude en hacer lo mismo instada por un ansia loca; con los ojos cerrados aguarde ansiosa el contacto de su boca con el sexo que, cuando sucedió me estremeció con un involuntario gemido y un instintivo abrir de las piernas encogidas para facilitar que la lengua vibrara ágil sobre el capuchón del todavía escondido clítoris y luego, muy despaciosamente, se hundiera en la rendija hasta llegar a la vagina.

Todavía parecía no haber comenzado y ya sentía la diferencia que experimentaba con respecto a tantos sexos orales que me hicieran, la suavidad, la consistencia de labios y lengua y en definitiva el hecho de que fuera una mujer, quien sabía cómo, cuándo y dónde tenemos nuestras áreas más sensibles; Marina corrigió la posición para pasar mis piernas por debajo de sus brazos y de esa manera, la lengua excedió largamente a la vagina para transitar el periné hasta encontrar los frunces del culo y allí se estacionó estimulándolos delicadamente; fue alternando la caricia con suaves chuponcitos de los labios hasta que los dos juntos, en un ejercicio delicioso, iniciaron una mínima sodomía por la que la lengua penetraba apenas separando los esfínteres dilatados.

A pesar de ser fanática de las culeadas, jamás había enfrentado a una tan exquisita que, sin provocarme daño alguno, aguijoneaba mis fibras más profundas y como impulsada por un ardoroso deseo, abrí los ojos para enfrentar a la maravilla que era esa entrepierna; la apertura que ella daba a sus rodillas hacia que el sexo entero estuviera muy próximo a mi boca y con sus labios mayores ya separados para dejar vislumbrar el rosado interior; alucinada, apoyé las manos en sus nalgas muy cerca de la concha y separándolas, admiré esa comba carnosa que dejaba escapar flatulencias vaginales me deslumbraba y seducía por los deleites que prometía e imitándola, dejé a mi lengua transitar despaciosa por sobre ese portento y sus sabores no me defraudaron, ácidos, acres, dulzones, componían una esencia sexual que extraviaba y apartando con los pulgares los labios mayores hasta la exageración, vi por primera vez lo más íntimo de una mujer.

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De un blanquirosado con tintes iridiscentes, el fondo ofrecía un espectáculo único, rodeado por fruncidos colgajos intensamente rosados y en el centro el agujero del meato mientras que por debajo se abría palpitante la boca vaginal y por arriba campeaba la capucha del clítoris que asomaba apenas como una punta de bala casi blanca; aun sabiendo que aquel era el núcleo de la excitación, como ex profeso, lo dejé de lado para recorrer todo en un juego masticatorio de lengua y labios que ignoraba dominar y así chupé la concha con fruición, sintiendo la delicadeza de los tejidos a los que mordisqueaba saboreando esos jugos embriagadores.

Formando como una pala con la lengua, exploré de arriba abajo todo el ya dilatado sexo hasta que los gemidos golosos de ella me hicieron salir de ese hipnótico sube y baja para, aguzando la punta, hurgar inquisitiva dentro del óvalo, escarbando el agujero de la uretra que, para mi regocijado descubrimiento, se había convertido también en un hueco de placer.

Los dedos no permanecían ociosos y en tanto el pulgar de una mano sobaba en morosos círculos sobre el clítoris, índice y mayor de la otra rascaron suavemente la entrada a la vagina para luego introducirse despaciosamente; conocimiento qué resortes tocar para llevar a una mujer al paroxismo del goce, hice que labios y lengua estregaran reciamente los colgajos sensibles en tanto que el dedo sometía al clítoris a una vehemente fricción. Los dedos que penetraran la vagina se habían arqueado en forma de gancho y en menudos rastreos ubicaron en la parte anterior del canal vaginal aquella zona, aquel punto de sensibilidad extrema que me llevaba a experimentar los más intensos placeres.

Con infinito cuidado palpé la delicada piel hasta asentarme definitivamente sobre la prominencia callosa y allí me entretuve durante unos momentos en excitarla, cada vez con un poco más de rudeza hasta que la misma Marina me pidió por favor que no la torturara más con aquello y siguiera con la mamada; retornando a los lameteos y chupadas al sexo, Marina sacó sus dedos de la vagina haciéndome elevar una protesta momentánea, que se vio compensada con la presencia de una pulida cabeza ovalada que mi experiencia me hizo reconocer como un consolador que la mujer llevara seguramente con ella al entrar al cuarto; aunque no parecía ser peligroso, por su tamaño no se asemejaba al que solíamos usar con Julián y eso me atemorizaba e, instintivamente, los músculos internos de la vagina se comprimieron.

Volviendo a apoderarse del clítoris con la boca, Marina asentó el falo contra mi vagina y, creyendo que sus dedos la habían dilatado lo suficiente, presionó para encontrarse con la súbita estrechez muscular y diciéndome roncamente con velada amenaza que no la hiciera enojar, arremetiendo con labios y dientes contra el clítoris, presionó con fuerza hasta que la verga venció la resistencia y el dildo fue penetrándome como nunca otro lo hiciera; a pesar de que su superficie era lisa y no lastimaba, ondulaciones y depresiones sucesivas acrecentaban su tamaño, haciendo que los musculitos del vestíbulo se dilataran con cada una para luego volver a cerrarse, repitiendo el proceso de manera cada vez más intensa y cuando sentí a la cabeza golpeando el cuello uterino, la última ya dilataba dolorosamente los músculos vaginales como ninguna cosa lo hubiera hecho.

La mujer debería saber cuánto me estaba haciendo sufrir y por eso ponía todo su empeño en penetrarme hasta que su mano se estrelló rudamente contra el sexo. El dolor me hacía proclamar un contradictorio goce y de mi boca salían fervientes súplicas porque no me martirizara de ese modo junto a los más obscenos insultos, cuando, sin que mediara instancia alguna, como si pasara de una dimensión a otra y tan súbito como el dolor, el placer más grande comenzó a invadirme y el pequeño vaivén que Marina le había dado a la mano fue incrementándose hasta convertirse en una verdadera cogida de la que yo disfrutaba inmensamente y a lo que respondía con el ondular del cuerpo y el menear de las caderas.

El sentir semejante falo socavándome me placía inmensamente y, sólo por un instante, me pregunté si era verdaderamente yo quien disfrutaba de ese sexo despiadado dejando aflorar todo el caudal de un secreto masoquismo. De cualquier manera, era el sexo más espléndido del que disfrutara en mi vida y, siguiendo los pedidos de quien me estaba sometiendo, fui rotando el cuerpo hasta quedar arrodillada boca abajo; acomodándose junto a mi grupa alzada, Marina hacía que el consolador me penetrara desde ángulos insólitos y yo sentía como la punta exploraba zonas jamás holladas por miembro alguno. Ante mis expresiones complacidas por tan estupenda cogida, me indicó que llevara una mano a restregar el clítoris y sí, realmente mis dedos se complementaron a la perfección con el falo, excitando reciamente al clítoris y toda la vulva e incluso, al introducirse a la vagina junto al miembro artificial.

Ambas habíamos alcanzado un ritmo, una cadencia corporal en la conseguíamos nuestros objetivos; la una sometiendo para disfrutar y la otra regocijándose enloquecida de ese sometimiento y cuando Marina exploró en los alrededores del culo con un dedo mientras dejaba caer en la hendidura abundante saliva, un algo perverso en el fondo de mi mente me hizo pedirle que me sodomizara con los dedos; concretando lo que seguramente había sido su intención y sin dejar de penetrarme duramente con el falo por el sexo ni yo de masturbarme, Marina fue introduciendo lentamente uno de sus fuertes dedos hasta que los nudillos le impidieron ir más allá.

Como de costumbre, una imperiosa necesidad de defecar había seguido la agresión a los esfínteres pero el placer masoquista que eso me proporcionaba, me hizo expresar mi satisfacción más eufórica al tiempo que le pedía a la mujer que metiera más dedos.

Yo estaba enajenada por el goce y la sorpresa de descubrir a los treinta y ocho años una sexualidad distinta que llevaba larvada en mi inconsciente pero que obedecería con ciega destreza los mandatos más perversos a que aquella mujer deseara someterme y yo misma le pedí que me llevara al paroxismo del placer haciéndome todo aquello que, aun ignorándolo, anhelaba; dejándome resollando en la cama, ella se levantó y rápidamente trajo al cuarto un objeto que me causó un extasiado temor por su apariencia, ya que era un largo consolador de dos puntas cuya superficie aparecía corrugada y llena de protuberancias

Haciéndome colocar justo en el centro de la cama, dejó caer sobre la concha una abundante cantidad de un gel que distribuyó por toda la superficie y que introdujo a la vagina con sus dedos; aquel gel no era sólo un lubricante inerte sino también un poderoso afrodisíaco que súbitamente se extendió por mis tejidos con una sensación de intenso calor pero haciéndome sentir como crecía mi deseo y la sensibilidad de la vagina y el clítoris a vez que me parecía casi palpable la contracción de los músculos vaginales; haciéndome levantar las piernas encogidas y mientras besuqueaba el interior de mi muslo, tomó aquel largo consolador y con delicadeza fue tratando de introducir la cabeza en la boca de la vagina que, mágicamente, por efecto del gel, se comprimía como negándole la entrada.

Riendo por lo bajo, satisfecha por ese resultado y abrazada a mi pierna, fue extendiendo los lamidos y chupones hasta las nalgas a la vez que su mano acariciaba todo el bajo vientre y presionaba el Monte de Venus. Sabiendo que ya no había apuro sino la expectativa de un goce supremo, su mano fue empujando suavemente al falo y entre mis lamentos y ayes de sufrimiento, aquel fue introduciéndose unos centímetros a la vagina pero a mi daba la sensación de haber retrocedido más de veinte años en mi sensibilidad, retrotrayéndome a la primera penetración, tanto en el dolor como en la sensación de ser penetrada por algo desmesurado; con los dientes apretados, los ojos cerrados y la cabeza clavándose en el colchón, el cuello tensado y las manos aferrando las sábanas como queriendo rasgarlas, fui experimentando algo tan sublime como espantoso, ya que el dolor me cegaba pero el placer inundaba cada poro de mi ser y, contradictoriamente, deseaba fervientemente que aquello no terminara jamás.

Finalmente, el bellísimo martirio llegó a su fin y entonces, con la misma lentitud, ella comenzó a sacarlo provocando que mi vientre se contrajera espasmódicamente y el cuerpo se arqueara como a la búsqueda de un alivio, haciendo que la pelvis se meneara en una insinuada cópula y entonces sí, Marina se esmeró en el besuqueo a los muslos, mientras daba a su mano un pausado movimiento adelante y atrás que me exasperaba y deleitaba simultáneamente y pronto casi la mitad el portentoso falo se movía elásticamente en la vagina y ya no eran gemidos los que salían de mi boca sino expresiones de jubilosa satisfacción; deteniéndose un momento, ella se acomodó acostada frente a mí y haciendo que nuestras piernas se cruzaran por debajo y arriba en una especie de tijeras, colocó la otra punta del consolador en su concha y con cuidado, lo hizo penetrar hasta que, con pequeños remezones del cuerpo, se acercó a mí.

Yo la miraba actuar y finalmente comprendí qué se proponía e incorporando el torso, en cortos empellones, favorecí que los sexos se rozaran y entonces, ladeándonos para que el encastre fuera perfecto, hicimos que las dos conchas cuyos labios habíamos abierto con los dedos, estrellaran sus carnes y sintiendo el volumen magnifico de la verga dentro nuestro, nos aferramos por las nucas para besarnos con desesperación a la vez que nos pedíamos mutuamente mayor satisfacción. Ella me hizo levantar una pierna y estirar la otra y apoyándonos en un codo, nos aferramos al muslo de la otra para darnos envión y comenzamos a menearnos en una cogida perfecta en la nos restregábamos las conchas y rempujábamos para sentir como la verga se deslizaba dentro nuestro.

Aquello era magnifico y único, jamás había gozado de esa manera y así se lo expresaba con mi más fervientes ansias… las dos debíamos ser un verdadero espectáculo y parecíamos estatuas vivientes con nuestras tetas erguidas sacudiéndose por lo empellones, patinadas del sudor y nuestros cabellos pegándose a la piel como serpientes tan lascivas como nosotras mismas; la dos disfrutábamos de aquello pero gemíamos por la pasión desatada y nos extasiamos unos momentos en ese fantástico coito hasta que le necesidad perentoria nos hizo incorporar los torsos para acariciarnos y besarnos mientras dentro nuestro el falo hacia maravillas

Sin dejar de menearse, Marina bajó la cabeza para hacer que su lengua recorriera avariciosa mis senos temblorosos y el goce fue tan grande que la guié con mis manos al tiempo que le rogaba porque lamiera y chupara mis tetas, las aureolas y los pezones; sin hacerse rogar, envolvió las bases de las tetas con índice y pulgar para hacerlas elevarse mientras la lengua exploraba toda su superficie en un rastro baboso que los labios enjugaban y así llegó hasta una aureola, investigó sus pequeñas protuberancias con la punta y azotó al pezón para verlo ceder elásticamente.

Yo ya no daba más por la angustia de alcanzar ese orgasmo final y definitivo; eso y la masa que me resultaba terriblemente placentera, me quitaban el aliento y más cuando ella se adueñó del otro seno para repetir la maniobra dejando a los dedos retorcer y pellizcar los largos pezones; desesperadamente hincaba los talones en sus nalgas para incrementar la potencia en tanto mi cuerpo se proyectaba con fuerza contra el miembro en un ondular alucinante, hasta que un histérico llamado en mis riñones y vejiga me dijeron de la proximidad del alivio y proclamándolo a voz en grito, insultándola y bendiciéndola, sentí romperse el dique de mis ansias y drenar torrentoso por el cuerpo para chorrear chasqueante sobre el falo al tiempo que me sumía en la nebulosa de la satisfacción y el cansancio.

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